jueves, 11 de septiembre de 2014

El Factor Agatha Christie y Jo Nesbo.

Igual que cuando me preguntaban qué era lo mejor que me había pasado en la vida, cuando alguien quiere saber qué es lo que encuentro más satisfactorio de empezar a trabajar, la respuesta es la misma: leer. Tengo tiempo para leer. Al margen de que tenga que estudiar o repasarme cosas, (que, siendo sinceros, estoy esperando a empezar a rotar por medicina interna y que me metan caña para ponerme en serio con ese tema...ni siquiera he adquirido una silla para el escritorio, no digo más) tengo tiempo para leer.

Tiempo.

Para eso creo que tiene que servir currar. El dinero. No sólo para sobrevivir (porque entonces, me quedaría en Villasevil a subsistir a base de calabacín de la huerta y alguna que otra gallina sisada a los vecinos y currar no me haría falta) sino para comprar tiempo.Unas vacaciones de vez en cuando. Tiempo libre, para viajar, ver a los amigos o mirarte los dedos de los pies, que también está bien de vez en cuando.

Yo empleo el grueso de mi tiempo libre en leer y jamás me he arrepentido ni creo que me arrepienta.

De unos meses a esta parte, por ejemplo, vivo un idilio intenso y obsesivo con la novela negra nórdica. Y, de todo lo que he leído (Lars Kepler, Henning Mankell, Asa Larsson, Camilla Läckberg, Arnaldur Indridason), si tengo que escoger un grande, sería Jo Nesbo. Desde mi punto de vista, aunque muchos autores nórdicos lo hacen bien en líneas generales, les suele faltar un elemento fundamental que yo llamo el Factor Agatha Christie: que hasta por lo menos más de la mitad del libro el lector sospeche de, mínimo, dos o tres personajes, principales o secundarios.No soporto las novelas donde el asesino no tiene ningún tipo de relevancia; es decir, que no sabes quién es hasta el final, pero cuando se descubre resulta que es un completo desconocido al que no habíamos visto antes. No me gusta nada que después de estar persiguiendo a alguien durante doscientas páginas al final resulte que era un atracador casual o alguna milonga por el estilo. No, señor mío, lo siento pero eso no tiene mérito. Un buen escritor de novela policiaca te hace sospechar de todos para que al final sea quien menos te esperabas; aunque claro, a medida que pasan los años y lees más y más relatos de este tipo es cada vez más difícil que esta premisa se cumpla, porque te conoces el percal y sospechas del menos sospechoso, en plan, "sería un golpe de efecto TAN genial que fuera este personaje que salió de pasada y dijo dos frases en la página tres...". Sin embargo, en El Muñeco de Nieve se cumple el Factor Agatha Christie; aunque he de decir que ya me olía la identidad del asesino en serie, con un par de personajes tuve mis dudas, así que en ese sentido le doy mi aprobado.

Otra cosa que me gusta mucho de la novela negra/policiaca es que haya violencia, y aquí Nesbo también trae hechos los deberes. Queremos carnaza. Queremos heridas por arma blanca, queremos ensañamiento, queremos un crimen escapado de nuestras peores pesadillas. Queremos notar el tufillo de la sangre arterial manando a borbotones al pasar la página. Al poli novato vomitando en una esquina, al veterano susurrando que en veinte años en el cuerpo jamás había visto nada igual.
Queremos que el malo sea un auténtico monstruo sin ninguna motivación racional para que el investigador pueda ser el héroe; queremos, como en toda buena historia, una lucha entre el bien y el mal.

Y no queremos que el bien sea inmaculado, blanco y perfecto, no; ese es otro elemento, para mi, fundamental: queremos a nuestro héroe con los pies de barro. Que sea real. Amamos a nuestro Holmes presa de los estupefacientes cuando le asedia el aburrimiento, por ejemplo.A nuestros detectives fumadores, bebedores y maleducados.  El investigador carismático no puede faltar, ese al que por su inteligencia se le perdona prácticamente todo, brillante como policía y un desastre en la vida privada, con su propio código de conducta que no siempre coincide con el del resto de la sociedad...y que le hace tan libre, ¿Verdad? Da la impresión de que esos tíos (y tías, más recientemente) tan duros hacen lo que quieren, y sin tener miedo de las consecuencias. ¿Cómo no nos van a parecer atractivos personajes así? Además, su torturada vida interior nos consuela: vale, hace lo que quiere, pero todo tiene un precio. Cómo no vas a querer a semejantes genios desastrosos.

Harry Hole es uno de estos investigadores a los que tienes que querer en cuanto pasas dos páginas. Harry se ha sumado a la lista de mis grandes amores, al lado de tipos como Sherlock o Amaya Salazar. Le amo muy fuerte.

Por eso ya estoy inmersa en otro de sus casos, Némesis, y a la caza de todos los que pueda encontrar. Harry Hole ha llegado para quedarse.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Soy Residente.

Soy residente de hemato. Que quede constancia. He empezado con todo este infierno de vida laboral. Y, en resumidas cuentas: he vuelto. Me gustaría asegurar que no voy a volver a abandonar el blog pero, seamos serios: no prometo nada, salvo que en breves volveré a escribir por aquí y que no sé cuánto durará.
Permanezcan atentos a sus pantallas.




Van Helsing ahora es colega.

viernes, 2 de mayo de 2014

Carta de amor.

Lo nuestro es un amor de película. Lo supe desde la primera vez que leí Colmillo Blanco,y también las cuatro siguientes. Lo supe cuando vi la peli de Beethoven, ese sanbernardo enorme. Lo supe cuando te trajeron a casa con un par de meses durante una comida con los amigos de mis padres y, asustado por el bullicio, escogiste mi silla para esconderte debajo.

No hablamos el mismo idioma, pero nos entendemos perfectamente. Tú sabes cuándo tengo migraña y tienes que tumbarte quietecito a mi lado, sin pedirme que te rasque, sin tirarme encima uno de tus juguetes para que nos lo disputemos, sin bañarme en lametazos siquiera.
Yo sé cuándo quieres dormir tranquilo porque te apartas de la luz y te tumbas en algún rincón a tu aire, y no te doy la brasa aunque estés recién bañado y pasarte la mano por el lomo sea igual que acariciar un peluche.

No puedes hablar conmigo, pero sabes comunicarme que tienes hambre, o que quieres salir, o que hay alguna clase de intruso. Tenemos que trabajar esta última parte, porque no sé si el intruso es una amenaza de verdad, otro perro, el vecino, los cuervos que se posan en el tendido eléctrico o el viento. Pero en realidad no importa, me encanta que tengas ese instinto de protegernos a todos. Aunque los mayores enemigos con los que te hayas medido hayan sido un sapo y un erizo de los que hemos tenido que rescatarte.

Hay un par de cosas que me molestan, claro. Supongo que hay cosas que a ti tampoco te gustan de mi. En realidad todas son culpa mía, por no haberte enseñado bien; la mayoría del tiempo eres bastante obediente, pero mi tutela ha flaqueado en algunos aspectos que intentaremos mejorar, porque nunca es tarde. No me gusta, por ejemplo, que no vengas cuando te llamo, sobre todo si empieza a anochecer, porque eres de pelo tan oscuro que no controlo en qué parte del jardín estás, y podrías encontrarte de nuevo con tu némesis, el erizo. No me gusta que hayas mordisqueado todos los muebles que estaban a tu alcance porque por alguna razón te parecieron, cuando eras cachorro, mucho más atractivos que cualquiera de los juguetes que te compré. No me gusta tu manía de robarnos los clínex del bolsillo y comértelos, porque te pueden sentar mal; de hecho no me gusta tu manía de comerte cualquier cosa que se caiga al suelo, por el mismo motivo. Y no me gusta que secuestres los trapos de cocina, nos los enseñes y luego te parapetes a rumiarlos detrás de algún sillón, haciendo falta dos personas para reducirte. ¿Cómo narices te escapas por esos huecos tan pequeños, tienes esqueleto de gato o qué? Ah, y no me gusta no poder viajar cómodamente contigo, pero eso no es culpa tuya, sino de la gente estrecha de miras que aun no ha comprendido la bondad innata que reside en el corazón de todos los perros. Algún día viviremos en una sociedad civilizada donde no te pongan pegas para entrar en el transporte público, los hoteles o los cafés. Algún día.

Pero esas nimiedades no son nada, comparadas con todo lo que me gusta de ti.

Me gusta cómo vienes corriendo cada vez que oyes abrirse la puerta del frigorífico, o la caja del fiambre, o cuando oyes a cualquiera exclamar: "mmm, ¡Qué rico está esto!". Me gusta tu perfecta ejecución de la croqueta, de chocar los cinco, de ponerte a dos patas, sentarte, echarte o hacer la serpiente a cambio de un premio. O cómo nos mendigas comida poniéndonos el hocico en la rodilla y dándonos tanta pena que siempre te cae algún trocito de filete, o de pan...
Lo disciplinado que eres cuando te doy la cena, mirándome pacientemente mientras la preparo y luego, como te he enseñado, sentándote tranquilo para que ponga el bol delante de ti.

Me encanta cómo duermes, las posturitas que pones. Panza arriba con las cuatro patas estiradas y la cabeza colgando del sofá, tu número estrella. Me parto de risa cuando mueves las patas como si corrieras, y sueltas un ladrido como de juguete, desde muy lejos, un mini-ladrido desde la profundidad del sueño de los perros, y me imagino que les ladras a los cuervos del jardín, corriendo de un lado a otro como si pudieras levantar el vuelo tú también y perseguirlos por los aires.
También me encantan los ruiditos medio contenidos que haces al estirarte, o cuando te tumbas, o cuando metes el hocico debajo de mi mano para que te rasque; me recuerdan a los gruñidos de los señores mayores cuando se levantan de la silla.
Y tu forma de pedir que te rasquen la tripa. Eso es de otro planeta. Cómo, estando yo sentada en el sofá, te pones a mi lado, te levantas sobre las patas traseras como si fueras un suricato y me das con las patas delanteras en el hombro, como diciendo, venga, a qué esperas, esta tripa no va a rascarse sola.

Me derrito con tu mirada de adoración. A lo mejor estamos en el salón, sin hacer nada, y alguien pasa y te acaricia distraídamente el lomo y tú vuelves la cabeza y le miras, como si miraras a un rey, a un dios, al amor de tu vida.
Nos miras con esos ojazos castaños que parece que dicen tanto, tan atentos, tan honestos. No se puede leer otra cosa que no sea un amor simple, verdadero, en los ojos inteligentes de un perro. No hay en ellos cabida para otra cosa.

Me gusta que nos quieras y nos lo demuestres constantemente; me encanta que seas un perro cariñoso, uno de esos perros que, pese a ser juguetón y culo inquieto, es bueno haciendo compañía. Todos los perros lo son, si se les da la oportunidad. A veces me apena que haya gente en el mundo que todavía no ha descubierto el hecho de que los perros son unos compañeros formidables.

Soy muy fan de tu pelaje, negro como el carbón salvo una mancha pequeñita en la pata trasera izquierda, y una perilla blanca que tenías pero que cuando eras pequeño, te arrancaste sin querer al rumiar un hueso. Y la línea de pelitos blancos que te ha salido a todo lo largo del lomo, que sólo se distinguen al mirar de cerca.

También me parece genial cómo entierras los huesos que te gustan, y aquel juguete hecho de cordeles que tenía aroma a bacon y que desapareció, suponemos que lo enterraste también. La reputación de bufón te la ganaste aquella vez en que te dimos un hueso y, como no tenías tierra a mano, intentaste enterrarlo debajo de mi manta; cuando la levanté, pensando que lo habías hecho sin querer, repetiste la operación tapándolo mejor, esperando que debajo de la manta nadie encontrara tu hueso.

Te conozco. Sé que, como a todos los perros, te gusta más nuestra comida que la tuya -lógico-pero además sé que de todo lo que te damos, lo que más te gusta es el jamón york. Los demás podéis creerme o no, pero yo sé que a mi perro le gusta más el jamón york que, por ejemplo, el queso.

Sé qué sitio del sofá prefieres.

Sé que no te gusta que te toquen las patas, ni que te cojan en brazos.

Sé que le tienes pavor al agua, pese a ser mitad perro de aguas, que odias mojarte ya sea en el baño, en la piscina, el mar o que te salpique accidentalmente la manguera al regar.

Sé que no te gusta que nos separemos; lo sé porque cuando bajo de mi cuarto me estás esperando siempre en las escaleras, siempre, sin excepción; porque cuando vuelvo de montar en bici saltas hasta darme un lametón en la nariz, y corres a mi alrededor y hasta te subes a la mesa del porche, aun sabiendo que lo tienes prohibido; lo sé porque cada vez que arrancamos el coche para salir, te las arreglas para meterte dentro al menor descuido y sentarte en el asiento del copiloto, mirándonos como si dijeras: "vamos, yo ya estoy, ¿No vais a arrancar o qué?"

Por eso me parte el corazón dejarte aquí, porque no comprenderás por qué tengo que marcharme, o por qué no te llevo conmigo. Sé que volveré a verte, pero nunca más será lo mismo. Nos hemos acostumbrado a estar tanto tiempo juntos... a desayunar juntos y que te comas mis migas, a jugar con la pelota, a ver la tele hasta tarde. Y si te dejo aquí es porque de esa manera, siempre habrá alguien contigo. Como mucho estarás solo un par de horas, muy de vez en cuando. Si te llevara conmigo, no podrías hacer como ahora, que cuando quieres salir te sientas frente a la puerta, te la abrimos y puedes correr por el campo, por donde quieras. Si te llevara te condenaría a una vida de correa y paseos pautados a la que no estás acostumbrado. A la soledad de esperar a que llegara del trabajo, a la claustrofobia de un piso de cuarenta metros cuadrados. Si no hubieras conocido otra existencia, serías igualmente feliz así, pero no puedo quitarte la vida de ensueño que llevas aquí; un perro con las libertades de un pueblo y las ventajas de vivir dentro de casa: el nirvana canino. No puedo llevarte conmigo porque lo mejor para ti es que te quedes, aunque me parezca imposible vivir sin ti.

Eso es amor, quien tuvo perro, lo sabe.







domingo, 13 de abril de 2014

Quemando etapas.

Dentro de poco empezaré la residencia y volverán los post airados o de mis terribles ridículos vitales, lo prometo.

Pero hoy no me queda más remedio que dejar escapar mi nerviosismo por aquí.

Mañana regreso a los madriles. Esta vez, para elegir plaza.

No sé por qué una parte de mi pensaba que este día jamás llegaría. Ja.

Por un lado es la leche en escabeche, ¿No? Porque después de haberme partido el espinazo chapando por fin, por fin, eso se va a ver reflejado en un resultado práctico: elegir mi plaza.
Pero por otro, joder, qué es esto, yo no soy lo suficientemente mayor como para elegir con sabiduría, ¿Esto no lo debería hacer alguien con más cabeza, o algo? ¿O en su defecto, un sombrero parlante como el de Harry Potter? Es como volver a escoger carrera otra vez. Y todavía no estoy cien por cien segura de haber acertado al escoger medicina, ¿Cómo voy a estar segura de la especialidad, de la ciudad, del hospital?

Llevo recluida en casa casi una semana con miedo a salir, porque cada vez que salía alguien me preguntaba que qué iba a escoger y tenía que explicarle otra vez todo mi proceso de selección, y cuanto más lo repetía menos seguro me sonaba y decidí que, total, eso del aire fresco está sobrevalorado y se puede sobrevivir perfectamente dando tumbos sin rumbo por la casa. Tyrion estaba encantado de tenerme allí todo el día, rascándole la barriga como quien aprieta una bola anti estrés: ras, ras, ras, dios, ¿Y si hematología me parece un infierno?-Tyrion me da con la pata para que siga rascando-ras, ras, ras ¿Y si acabo frita de Madrid? -otra vez la pata-ras, ras...

Otra de las cuestiones con las que a mi subconsciente le encanta flagelarme es la paranoia de que se me olvide algún papel-sólo hace falta el DNI-, o no llegue a la hora, o la cosa se haga otro día distinto y yo no me haya enterado. Con los exámenes me pasaba igual. Si no he mirado la convocatoria quince veces y que el DNI estuviera en su sitio otras quince, no lo he hecho ninguna...Como si el DNI se pudiera escapar de la cartera y el ministerio de sanidad fuese a cambiar el día de repente, con el cisco que se montaría. Yo me puedo repetir eso cien veces pero mi subconsciente, que si quieres arroz, Catalina.

Qué ganas tengo de que "esté hecho" como dicen los mafiosos de las películas. Porque si resulta que es una mala decisión, no lo sabré hasta dentro de meses. Y mientras seré libre. Seré libre del peso de decidir, que en realidad es un peso cojonudo, un peso que si lo meditas te encanta llevar, pero oye, no deja de ser una vaca en brazos. Y el martes la posaré en el suelo, por fin. Después de seis años acariciando la duda y un par de meses peleándome con ella a brazo partido...hasta que mi madre me dijo: "Perr, pero si en realidad ya has decidido, no sé por qué le das tantas vueltas." Y coño, tenía razón.

Así que nada, tranquilidad. O nervios, qué más da. A esta etapa le queda poquito.

Igual voy a ver si el DNI sigue en su sitio.





jueves, 3 de abril de 2014

Wanderlust.

Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.
¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes.

Instrucciones para dar Cuerda al Reloj, Julio Cortázar.



Dicen que cada vez que se te plantea una encrucijada en la vida, surge un universo paralelo donde uno de tus yo alternativos ha tomado la elección que tú has abandonado en éste. Según esta hipótesis, existe una Perra Verde veterinaria, otra que no sabe tocar el piano, la que nunca aprendió a conducir y otra que conduce de puta madre, y, según todo parece indicar, otra que en lugar de hematología escogió, no sé, cirugía general.


Lo dice Walter Bishop.

El caso es que la Perra Verde de este universo en concreto ha decidido hacer hematología. En Madrid. Toda mi vida académica me la pasé diciendo que me quedaría en Santander, y de repente, no sé, me ha dado la locura de irme a Madrid.

A Madrid. Con su metro, sus aceras abarrotadas, sus madrileños pensando que Cantabria es su casa rural particular y su terror de ciudad enorme. Para alguien que ha vivido toda su vida en un pueblo de 400 habitantes, Madrid tiene dientes. Muchos. Dispuestos en varias hileras.
Y está lejos. En otro universo. A 4-5 horas por carretera. Me voy a ir a vivir a 5 horas por carretera de todo lo que quiero y conozco, yo, que los cuarenta minutos a Santander desde mi pueblo se me hacían una distancia intolerable.

Mi familia se queda aquí, al menos el núcleo fuerte, el de aguantarme las neuras y darme confianza en mí misma, el de la pasta y la Nordic Mist de los domingos. Mi perro, Tyrion, se queda aquí. Los piescos en verano, la playa y la montaña, el río de la Pila y la Zona de Vinos y los amigos de casi una década con los que los he recorrido cada fin de semana, se quedan aquí. Mis libros de Stephen King y mi piano. Mi cuarto lleno de motivacionales para estudiar porque no estudiaré así nunca más. La Tartana. La persona que he sido.

Los cambios siempre joden, aunque sea para mejor. No nos gusta cambiar, nos cuesta. Va en los genes buscar estabilidad, aunque el alma te pida que corras, que viajes, que vueles. Hay gente a quien esa vocecilla tocapelotas que susurra: "¡No lo hagas! ¿Estás loco?" en alguna parte inconsciente de la mente funciona al mínimo. Esa es la gente afortunada, la que parece que recorre la Tierra sin miedo a nada, comiéndose el mundo. Otros tenemos que currárnoslo más, tenemos que buscar a esa cabrona que nos hace tenerle miedo a todo, amordazarla y saltar fuera de la zona de confort aunque se desgañite detrás de la mordaza. Siempre habrá dudas sobre si se hace lo correcto, pero desde hace un tiempo prefiero guiarme por la siguiente máxima: prefiero arrepentirme de haber hecho algo, a arrepentirme de no haberlo hecho. Nunca hay que quedarse con las ganas. Que sea la Perra Verde del universo alternativo la que se pregunte eternamente "qué hubiera pasado si...", no yo.

Además, hay que hacer las cosas que dan miedo. Digo los pequeños miedos prácticos, claro. No los miedos de tengo una fobia terrible a las alturas porque eso ya entra en el terreno de que te lo trate un profesional. Me refiero a los miedos que, como a Woody Allen en Sueños de un Seductor, te convierten en espectador de la vida en lugar de actor principal. Si los miras con un poco de perspectiva te das cuenta de que no son más que gilipolleces. Si tienes la oportunidad de moverte y te quieres mover, te mueves.

Estos días he estado en Madrid intentando decidir hacia qué hospital poner el punto de mira. No tengo ni idea. Probablemente elegiré mal. Da igual. El caso es que me he dado cuenta de la suerte que tengo de poder vivir en dos mundos radicalmente distintos. Un día estoy dejándome los pies y el bolsillo en moverme por Madrid para elegir un hospital en el cual trabajar; nótese: elegir, hospital, trabajar; todo eso ya una suerte suprema, por mucho trabajo que me haya costado llegar hasta aquí, no se me escapa que la suerte también se lleva su porcentaje, porque si por ejemplo hubiera nacido en Mali, podía estar planeando cómo saltar la valla de Melilla. Pero el caso es que no sólo disfruto del privilegio de un número MIR que más o menos me va a dejar elegir el hospital, en una ciudad enorme con su vida de ciudad; dos días después estoy en Cantabria, leyendo sentada en el porche de mi casa, rodeada de verde hasta donde alcanza la vista y envuelta en el silencio de los pueblos. El silencio de los pueblos no es silencio total, sino que si aguzas el oído puedes distinguir los campanos de vacas que están tan lejos que ni las ves-el tintineo reverbera en el valle y, al no haber ruido de ninguna clase, tiene libertad para expandirse-graznidos de pájaros, el grito de alguien arengando a las vacas o a los chones...y nada de eso resulta tan estridente como un claxon ni tan intrusivo como una conversación ajena cerca de tu oído en un metro abarrotado. Es la banda sonora de mi infancia y, sobre todo, de mis horas de lectura obsesiva cuando tengo vacaciones. Y por muy lejos que me vaya siempre podré volver aquí unos días, a leer en el porche o en las escaleras, interrumpida ocasionalmente por Tyrion que quiere que le tire la pelota o por mis padres que necesitan un cubo en la huerta. Tal vez sea muy fácil decir que hay que irse cuando tengo tan a mano la retirada. Sé que siempre podré volver; pero si no me fuera, en lugar de un refugio idílico al que volver este pueblo se convertiría en la cárcel donde me encerré yo sola.

Puedo decirme a mí misma todo esto, todos estos motivos racionales, pero el caso es que no me di cuenta de que podría vivir en Madrid hasta la semana pasada, cuando a punto de entrar en la Fnac alcé la cabeza y vi un trozo del cielo del atardecer sobre Callao. Y supe que podría vivir ahí sin problemas.

viernes, 7 de marzo de 2014

Peripecias con la Tartana.

Cuando digo que hay cosas que sólo me pasan a mí, que soy la Perra Verde también de las experiencias vitales bizarras, hay mucha gente que no me cree. Mucha gente opina que es imposible que el ridículo y el absurdo se ceben tanto en una misma persona; que dudan, incluso después de que se confundiera mi tartera con un artefacto explosivo o de que un yonki con problemas maritales me devolviera las cosas que había intentado robarme.

Pues ha vuelto a pasar. Yo lo llamo la tendencia Pepe Viyuela. A algunos elegidos el universo nos pone en bandeja el encontrarnos en situaciones estúpidas dignas de una cámara oculta, y no las podemos dejar escapar.

Para poneros en antecedentes os diré, a los que no lo sepáis, que el único coche que tengo a mi disposición es una tartana. Ya era de segunda mano cuando nos lo pasó mi tío, hace más de diez años. Dar ha dado buen resultado, pero yo tengo con él una relación de amor-odio muy complicada. Por un lado, me permite acceder a la civilización desde mi pueblo, que no cuenta con conexiones de transporte público, y consume muy poco. Por otra, tengo que compartirlo con mi madre y con mi hermana con lo que la disponibilidad es más bien baja, el cambio de marchas está durísimo, runfa -Este verbo es necesario aunque formalmente no exista, porque eso es exactamente lo que hace, runfar- más que las turbinas del avión más cutre de Ryanair, acelera tomándose su tiempo-sí, yo soy esa que se queda clavada en el ceda aunque el coche que tiene prioridad esté todavía en Cuenca porque mi coche no me permite dar un acelerón, sí, yo soy esa-y lo que es peor, también frena tomándose su tiempo. Cuando conduces mi coche lo de frenar es mejor que lo tengas planeado de antemano porque si no te puedes llevar un disgusto.

Una vez, camino a una barbacoa, íbamos en dos coches. Alguien del coche de atrás vio a un amigo común en el McDonalds y paró para saludarle. Probablemente le había visto la semana anterior, pero un impulso maléfico guió su mano y le vimos desviarse.

-¿Ya se han perdido? Si no hemos salido de Torre.-Que se perdieran era algo que daba por hecho por eso que ya he comentado del pueblo sin conexiones con la civilización, pero esperaba que tardaran algo más que dos rotondas en despistarse. Así que dimos la vuelta, les seguimos al aparcamiento del McDonalds, y paramos a saludar. Todo bien. Era un aparcamiento enorme, compartido por otras dos grandes superficies, una de deportes y otra de menaje, creo. No me acuerdo cómo se llaman. El caso es que cuando intentamos volver a ponernos en marcha, mi querida tartana no arrancaba. Yo llevaba semanas diciendo que la batería no estaba bien, pero jamás fui escuchada. Llegaron a decirme que a lo mejor me había dejado la radio puesta, cuando la radio de ese coche hacía meses que estaba estropeada. Pero bueno, el caso es que murió.

Llamé a Señores Padres, que estaban de vacaciones en Galicia. Mi padre me dio toda una serie de intrincadas instrucciones que ahora no recuerdo pero que incluían poner el coche en segunda, soltar el embrague y no sé qué más. En mi defensa diré que en aquel momento las acaté todas a la perfección, y que no sirvieron para nada. Luego lo intentó el Rubio. Luego lo intentó Brugal, el que conducía el otro coche, y a quien para aquellas alturas ya mirábamos todos con odio incipiente porque su impulso de pararse a saludar nos había condenado al naufragio en aquel aparcamiento, con los maleteros llenos de suculenta carne de barbacoa. Después apareció un matrimonio de mediana edad ofreciéndose a ayudarnos y nuestros corazones se llenaron de esperanza porque tenían pinta de padres y en aquella situación, un padre que controlara al menos remotamente de mecánica era lo que nos hacía falta, sin duda.

En mi mente quedará grabada a fuego la imagen de Brugal y del Rubio empujando mi tartana por aquel aparcamiento con los rostros congestionados, mientras el sol caía a plomo de la manera más inclemente y el desconocido-con-pinta-de-padre trataba de ejecutar la Misteriosa Maniobra para Arrancar Cuando el Coche no Arranca. Ninguno de los dos estaba en la plenitud de la forma física que puede alcanzar un veinteañero (ninguno del grupo lo estábamos, para qué engañarnos) y mientras ellos trataban de exhibir cierta extraña hombría reventándose para mover el coche con aquel calor -si hay que empujar se empuja, mecagoentodo, ya sabéis, además añadidle la vena vasca del Rubio-los demás les mirábamos con una mezcla de horror, preocupación por sus sistemas cardiovasculares y ligera esperanza. En particular la novia de Brugal, Nosedicesordomudos, y yo, que veíamos que nos íbamos a quedar viudas, sin transporte y que la carne de la barbacoa seguramente estaba poniéndose de color gris.

Creo que dieron dos vueltas completas al aparcamiento antes de que el desconocido-con-pinta-de-padre tuviera los huevos de reconocer que no sabía ejecutar la Misteriosa Maniobra para Arrancar Cuando el Coche no Arranca.
Así que allí estábamos, con dos de los potenciales conductores baldados de empujar la carcasa inútil que era mi coche y barajando la idea de llamar a un taller, cuando apareció un señor de unos sesenta años, o más, con su mujer.

Nos preguntó que qué pasaba. Se lo explicamos, pero con mucha menos vehemencia que al señor anterior. Después de todo, si el señor con pinta de padre no había podido solucionar la papeleta, aquel, que ya podía ser perfectamente abuelo, poco podría hacer.

-Eso os lo arreglo yo en un minuto, que he sido camionero.-La cara de incredulidad de todos fue épica. No sé lo que pensarían los demás, pero yo ya daba al coche por muerto y enterrado y había empezado a pensar de qué color podría ser el siguiente que tuviéramos, y el pensamiento que se perfiló claramente en mi mente fue: "este es un listo, va a enredar como el otro y al final no servirá de nada". Nunca me he arrepentido tanto de un pensamiento, ni antes ni después de aquello.

El excamionero, que a partir de aquí denominaremos el Héroe Absoluto de la Conducción, se sentó al volante, dio la orden de empujar, Brugal y el Rubio empujaron dos o tres metros, y arrancó el coche. No sé qué haría, pero supongo que él sí que sabía proceder de manera impecable a ejecutar la Misteriosa Maniobra para Arrancar Cuando el Coche no Arranca.

Todavía amo muy fuerte a aquel señor por salvarnos de aquella situación desesperada.

Después de eso, la tartana ha dado poca guerra, o al menos me ha dado poca guerra a mí. Vamos, que sus averías no han supuesto un ataque personal contra mi dignidad, hasta ayer.

Resulta que la cerradura del lado del conductor lleva unos días rota. Cerrar cierra pero no abre, así que para entrar hay que abrir la del acompañante, estirarse hasta la del conductor y levantar el seguro, y entonces ya se abre todo. El caso es que yo dejé el coche bien aparcadito, me fui a tomar algo y cuando volví, alguien había aparcado a dos putos centímetros del lado derecho.

El único lado del coche por el que se podía abrir.

Me desesperé, me cabreé, llamé a mi Tía la que Mola (había aparcado justo frente a su edificio).  En el rato increíblemente largo en que tardó en bajar-presumiblemente decidiendo qué abrigo ponerse encima del pijama y con qué zapatos combinarlo-vislumbré la única posibilidad a mi alcance: el maletero.

La Tía llegó y confirmó que sí, que era muy probable que la tartana soportara mi entrada por el maletero, y procedió a observarme mientras se partía de risa.

Se partieron ella, los chinos de la frutería de enfrente, y la gente turbia del bar del otro lado de la calle. Es un bar cuya terraza está siempre en penumbra hasta cuando luce un sol brillantísimo, así de turbio es el bar y sus parroquianos. Y bueno, ahora que lo pienso los chinos no se reían, más bien se quedaron mirando inexpresivos, o eso creo; a lo mejor son prejuicios, pero los chinos dueños de negocios me inquietan mucho. Esa manía de seguirte por todo el establecimiento como si planearas un robo a gran escala de clips de dos céntimos, esas miradas de soslayo y sonrisas que nunca parece que les alcancen los ojos, como diciendo: "sí, soy amable contigo, demonio blanco, porque la cortesía milenaria de mi cultura me obliga y si no lo fuera la vergüenza, el oprobio y el deshonor caerían durante siete generaciones en mi familia, pero en el fondo te desprecio terriblemente por ser un vago y no querer trabajar siete días a la semana durante veintiocho horas seguidas". O a lo mejor sólo me miran mal a mi por entrar en la tienda, reírme con las chorradas que hay y marcharme sin comprar nada. Podría ser.

La cosa es que al principio no sabía muy bien cómo encarar el asunto. ¿Me tiraba de cabeza? ¿Con los pies por delante, a lo tobogán? Finalmente acometí el tema sentándome a horcajadas, un pie en el asiento de atrás y otro en el maletero en sí. En ese momento crítico flaqueé, contagiada de las carcajadas de la tía; la cosa se puso fea cuando el pantalón vaquero -y mi mala forma física, lo reconozco-impedían que mi pierna pasara al otro lado, y el momento culmen del ridículo vino cuando uno de mis pies se enredó en una de las múltiples bolsas de ésas del Carrefour que se tienen ahora en lugar de las de plástico. Lo que faltaba, el ecologismo volviéndose contra mi. En los anales de la historia del escarnio público quedará congelado para siempre ese segundo: la gente turbia en la terraza del bar, los chinos de la frutería, mi botín marrón alzado en el aire, con la punta metida por el asa de una bolsa del Carrefour, mi tía riendo con el pantalón del pijama debajo del abrigo.


jueves, 27 de febrero de 2014

Lo mejor que me ha pasado en la vida.

Hace unos meses, antes de la locura MIR, antes de la guerra y la vorágine, estuve en una comida familiar. En la sobremesa, los presentes empezaron a comentar qué era lo mejor que les había pasado en la vida. Salieron temas como los hijos, el marido, la casa, el trabajo.

Yo no dije nada porque pese a mis veinticuatro años sigo teniendo complejo de prima pequeña y me sigue chocando que me incluyan en las conversaciones de los mayores. Prefiero no hablar además porque en mi familia, pese a que son buena gente, impera un airecillo de derechas que hubiera hecho a todos los presentes retroceder con horror ante la muestra más nimia de mis opiniones. Pese a todo yo suelo preferir quedarme pensando en mis cosas y ensimismarme en mis macarrones, que es bastante más placentero.

Además, ¿Cómo se puede responder a una pregunta así en mitad de una comida? Si hubiera respondido irreflexivamente, hubiera dicho que los macarrones que me estaba comiendo, sí, sin lugar a dudas, aquellos macarrones eran lo mejor que me había pasado en la vida. Es que a mí la pasta me hipnotiza, es mi gran placer y a la vez mi némesis, lo que me transporta al paraíso y a la vez me hace engordar el culo. Cómo no amarla y odiarla a la vez.

También es cierto que el adulto más cercano a mi edad en aquella mesa contaba cuarenta y dos tacos por lo que, en general, todos habían tenido más tiempo para pensar en aquello que yo. Así que me tomé mi tiempo para pensar y no dije nada.

Pero poco después se me ocurrió. Había estado ahí todo el tiempo, lo que pasaba era que no me había dado cuenta.

Leer. Aprender a leer ha sido lo mejor que me ha pasado, y probablemente, que me pasará en la vida.

A mi me costó un montón aprender a leer. Pero un montón. En parte porque soy muy vaga y muy cabezota y no entendía por qué, si yo ya tenía gente que me leía los cuentos, me forzaban a aprender algo en lo que yo no estaba interesada. Fijaos si me costó que tenía tres años y todavía recuerdo escenas vagas de la profesora de infantil sosteniendo la cartilla con aquellas letras cursivas que para mí no tenían ningún sentido.  Creo que el fallo residía en que yo no veía relación entre eso de "la eme con la a, má" y los cuentos que tanto me gustaban. Me faltaba motivación. Pero bueno, el caso es que al final aprendí.

Y no lo volví a dejar nunca.

La fase de los libros infantiles me duró poco. Y no es que yo sea superdotada ni un prodigio viviente ni nada, la cosa es que a mi me gusta leer. Por eso mi primer libro "serio", Veinte mil Leguas de Viaje Submarino, de Julio Verne, me lo leí con siete años. Desde que tengo uso de razón, desde que tengo recuerdo, he leído.

Leo de todo. Me he topado con libros sublimes y con putas mierdas de impresionar, y con el tiempo he llegado a una conclusión muy simple (atención, perriconsejo): si no me gusta un libro, si tras un número razonable de páginas me está resultando una tortura, lo dejo. Sólo tengo una vida y los libros que hay para leer, son, a efectos prácticos, infinitos; no estamos como para perder el tiempo.

He leído en los mejores y en los peores momentos. Leer no es para mi una afición, es algo que podría llegar a ser casi una forma de vida, un requisito indispensable para serenarme y enfrentarme a la idiotez del mundo, pero también un refugio, un lugar de consuelo, de comprensión.

Otras veces, simplemente es un viaje. No sé cómo describir lo que es para mí la experiencia de leer un libro que simplemente te engancha. Recuerdo el primer libro de Stephen King que me leí, El Misterio de Salem's Lot. Me duró una tarde, desde después de comer, a la cena. Mi madre subió a ver si me pasaba algo. Casi pierdo la vejiga. La miopía me subió cero veinticinco en cada ojo. Pero topé con una de las personas más importantes de mi vida. Stephen King nunca me conocerá, jamás tendrá la más mínima idea de quién soy, y nunca averiguará que me cambió la vida, pero lo hizo. A él le debo descubrir que se podía escribir bien y sobre cosas sobrenaturales. De su mano vinieron Poe, Lovecraft, y la inspiración para ganar un par de concursos de relato corto. Y sobre todo, tres estanterías llenas de sus libros. Con casi todos me lo he pasado genial y algún día le dedicaré un post entero, que se lo merece. Él abrió las puertas a todo lo que vino después, a esa experiencia placentera y terrible que es tener entre las manos un libro que hace que te olvides de comer y de ir al baño. Cuando un libro me engancha así, me engancha literalmente; no quiero hacer nada más.

Los últimos libros con los que me ha pasado eso han sido El Guardián Invisible y su segunda parte, Legado en los Huesos, de Dolores Redondo. Amo a esta mujer. La amo como amo a Stephen, como hacía tiempo que no amaba a ningún escritor. Es buena, amigos. Hasta el punto que me enganché; el primero me lo compré un jueves y el viernes por la noche había volado. Mi madre, que conoce estos arrebatos, fue a la compra el sábado y me trajo el segundo. Intenté racionarlo, de verdad, porque sabía que el tercero (es una trilogía) está todavía sin publicar, así que salí por la noche, cuando todos mis nervios y mis sentidos clamaban que me sentase a terminarlo. Conseguí sacármelo de la cabeza lo suficiente como para divertirme, pero en algún rato muerto de la noche me sorprendí echando de menos a la inspectora Amaia Salazar. Como lo leéis. Echando-de-menos. A un personaje de ficción. Como se echa de menos a una persona de carne y hueso. Estoy dispuesta a aceptar que tengo algún problema mental a este respecto, pero la verdad es que no me importa. Sólo quiero que publiquen la tercera entrega. Una serie de asesinatos en el valle del Baztán, en Navarra. Una inspectora de homicidios con rollos chungos y misteriosos en su familia. La mitología vasco-navarra. Y todo bien atadito con el lazo que supone estar bien escrito. Porque ya puedes tener una historia que sea la leche, que como no sepas hilvanarla como se merece, nada. No hay manera. La escritura de Dolores Redondo me recuerda un poco a Carlos Ruiz Zafón, otro de los grandes de mi olimpo personal. Zafón es capaz de crear oraciones preciosas, plagadas de metáforas, poesía en prosa, y todo sin que resulte cursi. Él también se merece un post.

En fin, que este post iba a ser sobre lo que supone para mi leer y al final se ha convertido en recomendación literaria. No me extraña; no puedo pensar en otra cosa desde que me acabé Legado en los Huesos. POR FAVOR, a quien corresponda, que lo publique ya. POR FAVOR.


jueves, 13 de febrero de 2014

Hombre-hombre. Capítulo I: hablemos de pelo.

No todo iba a ser medicina, y menos con todos los hombres guapos que hay por ahí. Pero, ¿Basta con ser guapo? No, de ninguna manera. Es preciso tener más cosas, y eso es de lo que hablaremos aquí. De claves que hace falta traer a la luz pública para empezar a regalarnos los ojos por las calles. Y no sólo nosotras: chavales, puede que estas reglas sobre lo que es un hombre-hombre, un hombre de verdad, os ayuden a mojar. También es posible que no os sirvan para nada, pero mi nombre no engaña a nadie, ¿Eh? PerraVerde. Quizá mis gustos no sean los estándar, pero por leerlos no perdéis nada. No me hago responsable de las consecuencias que estos perriconsejos puedan granjearos. Así pues,

¿Qué entendemos por hombre-hombre cuando se trata de pelo?

1. Melena, nadie salvo el vikingo. Llevar melena no es cosa de risa. No es cosa de nenazas. Para empezar no le favorece a todo el mundo: unos pocos elegidos como los cantantes de heavy metal o Brad Pitt en Leyendas de Pasión la pueden llevar con cierta dignidad. Si tienes el pelo rizado olvídate porque en lugar de melena vas a acabar con un look afro y no es eso de lo que estamos hablando-eso queda tan alejado en la escala de lo sexy que va a ser la única vez que lo mencionemos: NO, nunca-. Siempre podrías planchártelo, claro, pero te recomiendo que nadie se entere porque salir con un tío que se plancha el pelo más que tú puede ser...cuanto menos extraño.
La melena suele resultar más apetecible si se acompaña de anchos y poderosos hombros porque entonces te da un aire de guerrero bárbaro bastante sexy, de ésos que salen en las portadas de las novelas pseudoeróticas. Pero ojo; requiere un mantenimiento y es imperdonable, en cualquier escenario, llevarla sucia. Pocas cosas hay peores en el mundo y más antieróticas que un hombre con una melena grasienta. Este postulado tiene una excepción y es, por supuesto, que seas un vikingo. Pero tienes que ser un vikingo como éste y llevar el pelo sucio de la sangre de tus enemigos:

Si no has sido bendecido por este físico, 
es decir, si tienes pinta de mortal y no de dios nórdico,
 lo siento pero no, no mola.

2. Postulado Willis/Statham. El hombre-hombre se rapa la cabeza en cuanto empieza a ver indicios de que se va a quedar calvo. Morir matando, always. Sé que es difícil y que requiere valor. Se puede esperar hasta cierto punto crítico, pero cuando te quedes a lo Homer Simpson, con tres pelos arriba y un paupérrimo halo alrededor de la cabeza, es mejor terminar con dignidad y decirle adiós a esos cuatro pelos para entrar en el ilustre mundo de calvos tan sexys como Patrick Kuan o, si estás a las puertas de los "maduritos sexys", Bruce Willis o Jason Statham.

3. Monopolio Bigotil Tom Selleck. El hombre-hombre tiene alguna clase de vello facial (barba preferiblemente, o perilla) que NO ES UN BIGOTE. No sé lo que es besar un bigote y os garantizo que nunca lo sabré porque me parece de lo más antiporno. El bigote despierta en mi mente reminiscencias a rancio, a cuéntame, a ese tío segundo que se emborracha en las bodas. Da una especie de aire entre pervertido y ochentero, como de tipo que es dueño de videoclub de día pero que de noche conduce una furgoneta destartalada y rapta a universitarias incautas en una peli americana. O peor, puede darte aire de mariachi. No quieres parecer un mariachi. Un chico joven con bigote que no se acompaña de perilla me hace creer que quiere aparentar ser mayor y eso me espanta bastante. Porque no es que te añada unos años más, te pone cincuenta mal llevados directamente. El bigote no mola, con una sola excepción en todo el planeta Tierra, y esa excepción se llama Tom Selleck. A nadie, y cuando digo nadie, digo NADIE más le queda sexy el bigote. Sólo a Tom.

4. Excepción al monopolio Tom Selleck. Michael Fassbender, claro. Michael Fassbender podría ponerse un tutú rosa y zapatos de charol y seguiría siendo el hombre con más hombría del universo. Es un ser que suda masculinidad, que desprende follabilidad (esto lo trataremos en capítulo aparte) por eso él es la excepción a todas las reglas que aquí se aplican. Hasta a la del pelo sucio, porque Michael sería incapaz de presentarse en público con el pelo sucio. Lo sé. Él nunca me haría eso.

5. Barba, siempre. Si dudas con la barba, mi apuesta es siempre sí. Si eres guapo te dará un aire de duro/interesante/varonil que siempre es una mejora. Si no eres demasiado agraciado, algo te tapará. Eso sí: responsabilidad. Hay que cuidarla un poco. Tampoco es alto mantenimiento, ¿Eh? Pero hombre, procura llevarla bien recortada porque una barba bien recortada no pincha, o pincha lo justo. Que pinche lo justo puede ser crítico. Cuando te dejes barba podría ser que sufras una de las tragedias masculinas más típicas y es que te salga pelirroja cuando tú no lo eres. Bueno, qué se le va a hacer. Si te sale muy poblada puedes intentarlo, que más se perdió en la guerra.


No es un ejemplo de buena barba. Es pelirroja y tiene pinta de pinchar que te cagas. Pero miradle. Miradle bien. Por eso él es la excepción a todas las reglas del hombre-hombre. Las volatiliza con su endiablado sex-appeal.

Bonus track: la polémica del pelo en la espalda. Si hay que ser sinceros, no, pelo en la espalda preferiblemente no. Pero claro, ¿Pelo en el pecho? Eso sí. El tema es que si un tío tiene pecholobo suele tener también la espalda de la misma manera porque eso viene dado por nuestra amiga la testosterona. Llegados a esta encrucijada tenemos que poner dos cosas en la balanza: o tolerar el pelo en la espalda o que se depile. Y para no caer en la hipocresía, ¿Si nos gusta el pelo en el pecho, nos va a gustar que se depile? Lo más coherente es que no; el pelo en el pecho simboliza al hombre clásico, al hombre que no tiene más cremas que tú, al leñador canadiense que te va a dar lo tuyo (tengo una debilidad por los canadienses, ¿Será por Lobezno?) y esa gente no se depila. Así que mi inclinación en este tema es aceptar que sales con un oso. Si él se depilaba antes, pues vale, tampoco se lo vamos a prohibir, aunque no queremos imaginarnos la escena. Pero yo no seré quien se lo pida, eso desde luego.

lunes, 10 de febrero de 2014

La Lapa.

Durante los años de la carrera, dentro y fuera de medicina, me he encontrado de todo. Toda clase de gente extraña y que no comprendo. Gente con nervios de acero, gente que necesitaba un lexatin después de salir a la pizarra, gente muy inteligente, gente peligrosamente lerda (pero muy lerda, demasiado lerda para que le dejen ejercer la medicina en ningún entorno de esta galaxia), y un par de personas que sospecho podrían sufrir alguna clase de trastorno de la personalidad.

Pero nada como la Lapa.

Estoy segura de que muchos de vosotros habréis tenido, en algún momento, una Lapa en vuestra vida.

Otros seres con los que esta gente se identifica son las rémoras 
que viajan pegadas a los tiburones o las babosas cerebrales de Futurama que te succionan las ganas de vivir.

Me refiero a ella en femenino por cuestiones semánticas, claro (un lapo es un escupitajo de toda la vida) pero pueden ser hombres o mujeres. La Lapa es esa persona que nadie sabe muy bien qué pinta en un grupo de amigos. Nadie la soporta. Pero siempre está ahí. Esto es debido a que la Lapa posee una habilidad aterradora y terrible: se pega. Se pega mediante la técnica del martillo pilón.

La primera vez que fui víctima de esta Lapa en particular fue al pie de la máquina de café. La Lapa se me acercó y tras un par de saludos de rigor, que no sé por qué intercambiamos porque yo no me llevaba demasiado con ella, dio rienda suelta a una sarta de diatribas a cada cual más extraña. Hablamos (bueno, habló ella, yo escuchaba estupefacta removiendo mi café y lanzando miradas desesperadas a mi alrededor buscando una ruta de escape) de sus sarpullidos y de las dificultades diagnósticas de los mismos. No sé si esta es una característica de las Lapas o algo que sólo me pasa a mí, pero he advertido una curiosa tendencia en la gente pesada que me rodea: me cuentan su historial médico. Sin que yo haya demostrado un interés más allá del típico "qué tal estas" me enumeran pruebas, especialistas que han visitado e intervenciones quirúrgicas como si la medicina fuera la única cosa del universo que me interesara. Por qué, Lapas del mundo, por qué nos castigáis así.

Esa es la llamada técnica del martillo pilón, también conocida como telaraña verborreica. Consiste en aprovecharte de los buenos modales de tu interlocutor y asediarle con un flujo de palabras constante. Es igual que no tengan ningún sentido, la cosa es que no paren nunca. Puede empezar a sonar una alarma de incendios, los cadáveres de la sala de disección pueden levantarse anunciando el apocalipsis zombi, el jodido Bruce Springsteen puede empezar un concierto en pleno vestíbulo de la facultad que su discurso no puede interrumpirse. Una pausa para coger aire más larga de lo normal podría facilitar que el interlocutor se disculpase con cualquier excusa y huyese despavorido, como es su deseo en esos momentos, y eso la Lapa lo intuye, si no conscientemente, sí en algún nivel del blanco vacío de su mente. Y no para. No. Te. Deja. Escapar.
Si al menos te contara algo interesante en lugar de anécdotas banales de su vida, hallarías cierto consuelo. Pero la Lapa tiene que ser Lapa porque nadie la encuentra interesante, y su vida es una sucesión de grises y de rutina porque el gran secreto detrás de la Lapa es que no hay secreto alguno. Ciertas personas nacen así, ya viejas, pero no viejas interesantes, viejas desgastadas, sin pasiones, sin nada que las mueva. Suele ser gente a la que no le gusta la música, no tienen hobbies, ni una película que les haya emocionado ni ningún interés en nada. Pero como no son asociales, intentan captarnos a los demás desesperadamente.Y como nada de lo que hacen o piensan es remotamente interesante, pero ellos eso no pueden saberlo (la Lapa no sabe que es Lapa) acaban detallándote con todo lujo de detalles de qué se compuso su desayuno o los granitos que les salieron en la espalda, mientras tú te debates entre el asco, el tedio vital y la pena por que haya en el mundo gente que tan solo existe en lugar de vivir, como diría Oscar Wilde.

Ah, la pena. Las Lapas son maestras en dar pena. No creo que lo hagan a propósito. La Lapa no sabe que es Lapa porque en su esencia subyace un profundo egocentrismo. Ellas no creen que haya nada malo en su forma de actuar, ¿Cómo iba a ser eso posible? No se dan cuenta del problema tan enorme que tienen entre manos, o no lo quieren ver. Cierran los ojos al hecho de que la gente desaparece misteriosamente a su alrededor. Que los pasillos se vacían y los corrillos alrededor de las máquinas de café se deshacen y los grupos de wasap se silencian para siempre. Ellas se escudan en que han tenido mala suerte, o malos amigos, o en que las relaciones sociales son así, que es normal que ellas sean el centro de atención y que atenazar a los demás por medio de charlas insulsas es el único método para que se queden.

La Lapa a veces lo intenta, no digo que no. Pero debido al hecho de que nació sin ese empuje que nos mueve a los demás, sin sangre en las venas, sin nervio, no tiene mucho que ofrecer al mundo. En lugar de forjarse una personalidad propia, mimetiza. Las Lapas pueden llegar a convertirse en auténticos mimos, camaleones de los intereses de los demás, copiones terribles. Hace muy poco, estando de fiesta, recaló en nuestro grupo la Lapa de la que hablaba antes. Aprovechó un resquicio en el que fuimos poco hábiles y hablamos de nuestros planes delante de ella, y preguntó directamente si podía venir. Qué cojones contestas ante eso sin convertirse en una persona deleznable. No te deja alternativa. Con su falta de tacto social te acorrala entre la espada de la mala educación y la pared de su nefasta compañía. Y como a los demás nuestros padres nos educaron bien...Las reglas de la cortesía nos obligaron a elegir la pared. Y vivimos una de las experiencias más surrealistas que he sufrido en mi vida. A ver, no es que yo sea una gran bailarina, de acuerdo. Pero joder, cuando sales con amigos y vas a bailar, cada uno se mueve como le sale de ahí, todos hacemos un poco el monguer, y nos lo pasamos bien.

Bueno, pues imaginad lo que es intentar bailar con una persona delante de ti que imita todos y cada uno de tus movimientos. Como si estuviéramos en una clase de aerobic y nadie te hubiese dicho que tú eres la profesora. Al principio no me lo podía creer. Incluso hice un par de movimientos exagerados llevando las manos al techo para ver si los repetía, y en efecto, los hizo.

Nos reímos bastante comentándolo, pero descubrí que una Lapa te puede amargar la noche.

Y eso sí que no. Puedes cargarte mi rato del café, puedes revolverme las tripas con tus asquerosidades dérmicas, pero NO ME PUEDES JODER UNA NOCHE DE FIESTA, que tengo muy pocas.

Así perdí yo mi paciencia con la Lapa.

Me gustaría poder decir que este será un post único, pero me temo que mis encuentros con la Lapa no han terminado.

Deseadme suerte.


Dedicado a JS, por todo lo que tuvo que sufrir a costa de la Lapa.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Las seis fases del Post-MIR precoz: sobrevivir esa primera semana.

Nota: estas fases no tienen por qué seguir una secuencia ordenada y pueden alternarse dentro del mismo individuo, dependiendo de los años potenciales de vida (ajustados por calidad, claro) que haya perdido preparando el examen y de su tendencia particular a la ciclotimia.


1. Negación. Esa misma noche y los dos o tres días posteriores al examen no te podrás creer que ha terminado, que ya está hecho. Incluso te sorprenderás divagando sobre temas médicos y pensando: "Esto podría caer" para a los tres segundos darte cuenta de que el MIR ha pasado y eso no ha caído. El MIR ya ha pasado y le hemos mirado a la cara. Te quedarás parpadeando, incrédulo, mirando al vacío, presa de un sentimiento de orfandad cósmico hasta que logras sobreponerte al hecho de que el MIR ha pasado y la vida sigue. No se han abierto océanos de fuego ni se ha desencadenado el Ragnarok. Necesitarás un momento.


La cara que se te queda

2. Indiferencia. Mientras intentas sobrevivir a la resaca monumental-te durará de uno a dos días si has hecho las cosas bien-intentarás con todas tus fuerzas no pensar. Darte un par días de relax. Ah, pobre incauto. No lo lograrás. Bueno, tú creerás que sí, pero tu subconsciente estará maquinando en la parte de atrás de tu cabeza, barajando netas, estimando posibles percentiles, tratando de prepararse para el escenario de acabar haciendo Hidrología en Ceuta. Ello provocará que no esté atento a las tareas ordinarias, con lo que caerás en escenas del tipo intentar calentar el café en el frigorífico; creer, todo en el mismo lunes y con minutos de diferencia que es, consecutivamente, domingo, miércoles y jueves; darle dos veces de comer al perro porque no sabes si el recuerdo que tienes dándoselo es de hoy o de ayer...tu cuerpo irá por una parte, tu subconsciente por otra y tu yo consciente flotará en un limbo indeterminado con una sonrisa bobalicona en la cara. Pero cuidado: la alegría le durará poco (véase fase 3).

Con ese gesto vas a ir por la vida.

3. Ira. Poco a poco irá calando en ti el hecho de que han puesto en imágenes una curva Kaplan-Meier. Esto no es algo fácil de asimilar para el cerebro humano medio. Kaplan. Meier. Tu bilis borboteará poco a poco al fuego lento de estas dos palabras- KaplanMeierKaplanMeierKaplanMeierKaplanMeier- y de repente un día, cuando menos te lo esperes, vomitarás un chorro de furia homicida -para entonces, si tienes suerte, ya se te habrá pasado la resaca y el chorro no contendrá tequila, ron o Ballantines-que irá a caer sobre el blanco más evidente que es, normalmente, la academia. Esa gente que dijo que era imposible que cayeran imágenes de estadística sigue viva porque las maldiciones no matan.


KaplanMeier

4. Negociación. Empiezas a tener noticias de que la gente está corrigiendo el examen. La anguila escurridiza y fría de la incertidumbre comienza a cogerle gusto a eso de reptar por tu estómago y empiezas a negociar contigo mismo: "no lo meto hasta que no salga la plantilla oficial. No, porque antes es tontería. Si lo meto cuando salga la plantilla oficial seguro que quedo en un puesto decente, ¿Verdad? ¿Verdad?". Llegados a este punto es, sin lugar a dudas, el momento en el que se coquetea más estrechamente con la esquizofrenia. Se abre un abismo entre dos personalidades encontradas que empiezan a negociar la una con la otra: por un lado la que quiere meterlo y terminar con las dudas, y por otro la acojonada de la vida que quiere esconderse detrás de los abrigos y confiar en que, de algún modo, todo se solucione. Esto se traduce en violentos cambios de opinión merced a los cuales a las nueve de la mañana piensas que es mejor esperar, después de comer te parece mejor meterlo, a media tarde otra vez que no, a la hora de cenar alguien de tu familia no puede más y te recomienda cariñosamente que lo metas de una p**a vez...Y además esta lucha constante entre los dos pareceres acaba sublimándose en pesadillas monotemáticas donde repasas una y otra vez las diez o quince preguntas donde te arriesgaste. No comprendes de qué rincón de tu ser salió esa tendencia suicida e intrépida que se apoderó de ti, haciéndote arriesgarte cuando dudabas entre tres opciones, viendo ahora el absurdo que has cometido y deseando que se te acabara la tinta de los siete bolis que llevaste al examen antes de haber seguido contestando preguntas de aquella guisa.

Yo en la 51 contesté la c

5. Dolor emocional. Pasas revista a los ocho meses de preparación, ocho meses que no volverán, a todas esas horas estudiando y mirando por la ventana hasta tal punto que aprendiste a calcular la hora por la altura del sol. Todo ese tiempo con la TNM de los cánceres ginecológicos, con las glomerulonefritis, con los test de contraste de hipótesis y los antidiabéticos orales para que al final la primera pregunta que te encontraras al abrir el examen fuera cuál de las siguientes no es una función de la fiebre. Te duelen todos esos conceptos esquivos que pronto se perderán como lágrimas en la lluvia, que no tuvieron ocasión de ser utilizados...Pero, sobre todo, te duele la curva de Kaplan-Meier (en este momento es posible que se experimente una breve regresión a la fase 3, que te permitirá reunir todos los cojones reales o metafóricos que guardes escondidos en tu interior para poder alcanzar la fase 6).



6. Aceptación. Corriges la plantilla.

Te enteras de tus netas (estimadas).

Eres libre hasta la siguiente fase de este tortuoso proceso.

lunes, 3 de febrero de 2014

Perra Verde is back. O de cómo me granjeé el odio de los ingenieros.

Este es un blog mayormente humorístico. En el pasado, cuando era joven e ingenua, se me escapó alguna entrada pelín demasiado personal, quizá, pero no quiero que eso vuelva a suceder. La esencia del éxito de mi escritura siempre han sido los "artículos" -si es que se merecen ese nombre- que escribía en estado de cabreo extremo. Ladrando, vamos.

Siempre quise que la gente me leyera, y que se lo pasara bien haciéndolo. Ahora parece que se pasa más gente por un blog que, irónicamente, había abandonado, y sé que hay que asumir que no todos los comentarios van a ser siempre positivos, es lo que hay. Yo no apuesto por la censura, nunca, y de los cientos que ha motivado esta entrada sólo he borrado uno que contenía un link a un hombre con las tripas fuera, y no me pareció decoroso dejarlo ahí. [1]

Para no tener que poner lo mismo en todos, he decidido publicar una entrada aclarando lo que quería demostrar con ese post.

Era un maldito texto gracioso. Os recomiendo que, si no habéis logrado entenderlo así y pensáis pasaros más por aquí, os traigáis el sentido del humor puesto de casa y, si no, no os molestéis en volver. Por vuestro propio bien, más que nada; me preocupa que os salga una úlcera con tanta mala leche retenida. Aquí no le vetamos la entrada a nadie.

Pienso que lo que más os ha escamado es este párrafo en concreto:  "del delicado equilibrio de amar a alguien que pertenece a un mundo completamente distinto: una ingeniería, un módulo, algo que no tiene nada que ver con la desmielinización, el estafilococo Aureus o la anemia falciforme."

Lo he releído un montón de veces y, sinceramente, no sé dónde pone que esas carreras son inferiores a la mía. Pone que son diferentes. DIFERENTES. Quería expresar que son carreras que no tienen que ver con vísceras, sangre, heces o heces con sangre. 

No sé cómo tantos de vosotros habéis visto este texto como una oportunidad perfecta para arremeter contra los médicos por oscuras razones que desconozco; yo siempre he considerado otras carreras, en particular las ingenierías, como similares en dificultad, o incluso más difíciles. Y no las he despreciado en este blog nunca.

Sin embargo, parece que algunos tenéis una espinita clavada en contra de los médicos. Vuestra profesión es tremendamente importante. No podríamos vivir como vivimos sin ingenieros, sin arquitectos...de acuerdo. Las ambulancias no podrían llegar al hospital sin puentes ni carreteras, el hospital no se podría haber construido, vale, sí. Pero entended que la nuestra es una profesión diferente; no hay otra igual. No digo que sea mejor ni peor. Está claro que si la mayoría de las profesiones existen, es porque se necesitan. Pero hay pocos trabajos donde la tarea fundamental sea atender a alguien en su peor momento. No voy a llenarme la boca con frases grandilocuentes del tipo "salvamos vidas". Pero la gente que viene a vernos tiene que hacer un esfuerzo, y depositar una confianza, que no tienen otros oficios. La gente a la que atendemos viene porque se encuentra mal. Puede ser que le duela algo, o que esté deprimida, o que se le esté cayendo el pelo o porque oye voces en su cabeza. Me da lo mismo; puede parecer una tontería, pero es la tontería que les preocupa; o puede ser algo muy serio. Es una relación que nunca será la de cliente-proveedor de servicios, por mucho que nos quieran vender esa imagen. Incluso yo, que no tengo mucha tendencia a involucrarme emocionalmente, comprendo lo delicado de esa relación médico-paciente, precisamente porque he sido paciente y sé que admitir ante alguien que te encuentras mal no es agradable, por mucho que ese alguien sea quien te lo puede solucionar. Por eso creo que la sociedad no puede ver a los médicos como ve a otras profesiones, porque el mundo sanitario tiene unas connotaciones subjetivas que no tienen otros trabajos.

Pensad cuánto vale la calidad de vida, por cuánto la pagaríais, si tiene precio el trabajo que hacemos, en cualquier especialidad. Tiene que ser una satisfacción devolverle eso a alguien (aún no he ejercido, así que todavía no lo sé) pero también es muy fácil para nosotros ser débil y creérselo un poquito. Porque somos humanos. Es un tópico muy extendido, no todos los médicos son ultra-arrogantes pagados de sí mismos... Pero si alguna vez lo somos, si alguna vez, aunque sea temporalmente, caemos en esa falta, que Thor nos coja confesados porque parece ser que saldrán mil voces para clamar contra el médico con complejo de dios. Como si nunca un informático os hubiera mirado con suficiencia cuando le habéis preguntado algo que para él es básico, o el mecánico cuando le decís que si el coche hace un ruido raro, o yo qué sé...[2] La línea que separa el orgullo que uno siente por su profesión y la arrogancia puede ser muy delgada y esta última característica no es, ni mucho menos, monopolio de los médicos. Me preocupa que haya gente con tanto rencor, tan dispuesta a saltar a la yugular del médico ante la más mínima provocación o, como en este caso, ante provocaciones imaginarias. Porque esa gente no se levantará para defender nuestra sanidad pública ahora que nos la están arrebatando. Pero ese es otro post y otro tema.

Otro punto que me gustaría aclarar es que vale, se meten muchas horas, pero no me he pasado los seis años de carrera encerrada en mi habitación aprendiéndome el Harrison (libro que por otra parte no me gusta nada y pienso que está bastante sobrevalorado; hala, ahora los de medicina me odiaréis también). Claro que puede haber un equilibrio, y que también hay que vivir y salir con los amigos y pasear con el perro y hacerle caso al novio y todo eso. No pretendáis convertir ese texto en algo que no es en absoluto: un retrato completo de mi vida. Es un aspecto determinado de mi vida, un poco exagerado para que resulte cómico. Punto pelota.

Y bueno, me he cansado de aclarar cosas. Si no he dejado algo claro, esta vez sí que podré ir respondiendo comentarios a medida que los vais dejando.

Ah, casi me olvido: muchas gracias a toda esa gente que ha dejado mensajes de ánimo o simplemente diciendo que les ha gustado el post. Habrá más de ese estilo; espero que este sea el último "post serio" aunque, sinceramente, no estoy segura de poder garantizarlo. Al parecer no me expreso tan claramente como creía. 



Saludos, y nos vemos por aquí.







 [1] Aclaración desagradable: a su autor, si me está leyendo, le aclararé que yo escribí que las tripas "no se salen como ristras de chorizo", en hilera. En la foto que él puso se ve claramente que no se salen así, sino en gurruño. Espero que estés contento por hacerme aclarar este punto.

[2] Por favor, POR FAVOR, mecánicos e informáticos, no entendáis este comentario como el inicio de una guerra de guerrillas entre vosotros y los médicos. No tengo nada en contra de vuestras profesiones y sólo os he nombrado a modo de ejemplo. No os estoy declarando la guerra, repito, no-os-estoy-declarando-la-guerra.