viernes, 7 de marzo de 2014

Peripecias con la Tartana.

Cuando digo que hay cosas que sólo me pasan a mí, que soy la Perra Verde también de las experiencias vitales bizarras, hay mucha gente que no me cree. Mucha gente opina que es imposible que el ridículo y el absurdo se ceben tanto en una misma persona; que dudan, incluso después de que se confundiera mi tartera con un artefacto explosivo o de que un yonki con problemas maritales me devolviera las cosas que había intentado robarme.

Pues ha vuelto a pasar. Yo lo llamo la tendencia Pepe Viyuela. A algunos elegidos el universo nos pone en bandeja el encontrarnos en situaciones estúpidas dignas de una cámara oculta, y no las podemos dejar escapar.

Para poneros en antecedentes os diré, a los que no lo sepáis, que el único coche que tengo a mi disposición es una tartana. Ya era de segunda mano cuando nos lo pasó mi tío, hace más de diez años. Dar ha dado buen resultado, pero yo tengo con él una relación de amor-odio muy complicada. Por un lado, me permite acceder a la civilización desde mi pueblo, que no cuenta con conexiones de transporte público, y consume muy poco. Por otra, tengo que compartirlo con mi madre y con mi hermana con lo que la disponibilidad es más bien baja, el cambio de marchas está durísimo, runfa -Este verbo es necesario aunque formalmente no exista, porque eso es exactamente lo que hace, runfar- más que las turbinas del avión más cutre de Ryanair, acelera tomándose su tiempo-sí, yo soy esa que se queda clavada en el ceda aunque el coche que tiene prioridad esté todavía en Cuenca porque mi coche no me permite dar un acelerón, sí, yo soy esa-y lo que es peor, también frena tomándose su tiempo. Cuando conduces mi coche lo de frenar es mejor que lo tengas planeado de antemano porque si no te puedes llevar un disgusto.

Una vez, camino a una barbacoa, íbamos en dos coches. Alguien del coche de atrás vio a un amigo común en el McDonalds y paró para saludarle. Probablemente le había visto la semana anterior, pero un impulso maléfico guió su mano y le vimos desviarse.

-¿Ya se han perdido? Si no hemos salido de Torre.-Que se perdieran era algo que daba por hecho por eso que ya he comentado del pueblo sin conexiones con la civilización, pero esperaba que tardaran algo más que dos rotondas en despistarse. Así que dimos la vuelta, les seguimos al aparcamiento del McDonalds, y paramos a saludar. Todo bien. Era un aparcamiento enorme, compartido por otras dos grandes superficies, una de deportes y otra de menaje, creo. No me acuerdo cómo se llaman. El caso es que cuando intentamos volver a ponernos en marcha, mi querida tartana no arrancaba. Yo llevaba semanas diciendo que la batería no estaba bien, pero jamás fui escuchada. Llegaron a decirme que a lo mejor me había dejado la radio puesta, cuando la radio de ese coche hacía meses que estaba estropeada. Pero bueno, el caso es que murió.

Llamé a Señores Padres, que estaban de vacaciones en Galicia. Mi padre me dio toda una serie de intrincadas instrucciones que ahora no recuerdo pero que incluían poner el coche en segunda, soltar el embrague y no sé qué más. En mi defensa diré que en aquel momento las acaté todas a la perfección, y que no sirvieron para nada. Luego lo intentó el Rubio. Luego lo intentó Brugal, el que conducía el otro coche, y a quien para aquellas alturas ya mirábamos todos con odio incipiente porque su impulso de pararse a saludar nos había condenado al naufragio en aquel aparcamiento, con los maleteros llenos de suculenta carne de barbacoa. Después apareció un matrimonio de mediana edad ofreciéndose a ayudarnos y nuestros corazones se llenaron de esperanza porque tenían pinta de padres y en aquella situación, un padre que controlara al menos remotamente de mecánica era lo que nos hacía falta, sin duda.

En mi mente quedará grabada a fuego la imagen de Brugal y del Rubio empujando mi tartana por aquel aparcamiento con los rostros congestionados, mientras el sol caía a plomo de la manera más inclemente y el desconocido-con-pinta-de-padre trataba de ejecutar la Misteriosa Maniobra para Arrancar Cuando el Coche no Arranca. Ninguno de los dos estaba en la plenitud de la forma física que puede alcanzar un veinteañero (ninguno del grupo lo estábamos, para qué engañarnos) y mientras ellos trataban de exhibir cierta extraña hombría reventándose para mover el coche con aquel calor -si hay que empujar se empuja, mecagoentodo, ya sabéis, además añadidle la vena vasca del Rubio-los demás les mirábamos con una mezcla de horror, preocupación por sus sistemas cardiovasculares y ligera esperanza. En particular la novia de Brugal, Nosedicesordomudos, y yo, que veíamos que nos íbamos a quedar viudas, sin transporte y que la carne de la barbacoa seguramente estaba poniéndose de color gris.

Creo que dieron dos vueltas completas al aparcamiento antes de que el desconocido-con-pinta-de-padre tuviera los huevos de reconocer que no sabía ejecutar la Misteriosa Maniobra para Arrancar Cuando el Coche no Arranca.
Así que allí estábamos, con dos de los potenciales conductores baldados de empujar la carcasa inútil que era mi coche y barajando la idea de llamar a un taller, cuando apareció un señor de unos sesenta años, o más, con su mujer.

Nos preguntó que qué pasaba. Se lo explicamos, pero con mucha menos vehemencia que al señor anterior. Después de todo, si el señor con pinta de padre no había podido solucionar la papeleta, aquel, que ya podía ser perfectamente abuelo, poco podría hacer.

-Eso os lo arreglo yo en un minuto, que he sido camionero.-La cara de incredulidad de todos fue épica. No sé lo que pensarían los demás, pero yo ya daba al coche por muerto y enterrado y había empezado a pensar de qué color podría ser el siguiente que tuviéramos, y el pensamiento que se perfiló claramente en mi mente fue: "este es un listo, va a enredar como el otro y al final no servirá de nada". Nunca me he arrepentido tanto de un pensamiento, ni antes ni después de aquello.

El excamionero, que a partir de aquí denominaremos el Héroe Absoluto de la Conducción, se sentó al volante, dio la orden de empujar, Brugal y el Rubio empujaron dos o tres metros, y arrancó el coche. No sé qué haría, pero supongo que él sí que sabía proceder de manera impecable a ejecutar la Misteriosa Maniobra para Arrancar Cuando el Coche no Arranca.

Todavía amo muy fuerte a aquel señor por salvarnos de aquella situación desesperada.

Después de eso, la tartana ha dado poca guerra, o al menos me ha dado poca guerra a mí. Vamos, que sus averías no han supuesto un ataque personal contra mi dignidad, hasta ayer.

Resulta que la cerradura del lado del conductor lleva unos días rota. Cerrar cierra pero no abre, así que para entrar hay que abrir la del acompañante, estirarse hasta la del conductor y levantar el seguro, y entonces ya se abre todo. El caso es que yo dejé el coche bien aparcadito, me fui a tomar algo y cuando volví, alguien había aparcado a dos putos centímetros del lado derecho.

El único lado del coche por el que se podía abrir.

Me desesperé, me cabreé, llamé a mi Tía la que Mola (había aparcado justo frente a su edificio).  En el rato increíblemente largo en que tardó en bajar-presumiblemente decidiendo qué abrigo ponerse encima del pijama y con qué zapatos combinarlo-vislumbré la única posibilidad a mi alcance: el maletero.

La Tía llegó y confirmó que sí, que era muy probable que la tartana soportara mi entrada por el maletero, y procedió a observarme mientras se partía de risa.

Se partieron ella, los chinos de la frutería de enfrente, y la gente turbia del bar del otro lado de la calle. Es un bar cuya terraza está siempre en penumbra hasta cuando luce un sol brillantísimo, así de turbio es el bar y sus parroquianos. Y bueno, ahora que lo pienso los chinos no se reían, más bien se quedaron mirando inexpresivos, o eso creo; a lo mejor son prejuicios, pero los chinos dueños de negocios me inquietan mucho. Esa manía de seguirte por todo el establecimiento como si planearas un robo a gran escala de clips de dos céntimos, esas miradas de soslayo y sonrisas que nunca parece que les alcancen los ojos, como diciendo: "sí, soy amable contigo, demonio blanco, porque la cortesía milenaria de mi cultura me obliga y si no lo fuera la vergüenza, el oprobio y el deshonor caerían durante siete generaciones en mi familia, pero en el fondo te desprecio terriblemente por ser un vago y no querer trabajar siete días a la semana durante veintiocho horas seguidas". O a lo mejor sólo me miran mal a mi por entrar en la tienda, reírme con las chorradas que hay y marcharme sin comprar nada. Podría ser.

La cosa es que al principio no sabía muy bien cómo encarar el asunto. ¿Me tiraba de cabeza? ¿Con los pies por delante, a lo tobogán? Finalmente acometí el tema sentándome a horcajadas, un pie en el asiento de atrás y otro en el maletero en sí. En ese momento crítico flaqueé, contagiada de las carcajadas de la tía; la cosa se puso fea cuando el pantalón vaquero -y mi mala forma física, lo reconozco-impedían que mi pierna pasara al otro lado, y el momento culmen del ridículo vino cuando uno de mis pies se enredó en una de las múltiples bolsas de ésas del Carrefour que se tienen ahora en lugar de las de plástico. Lo que faltaba, el ecologismo volviéndose contra mi. En los anales de la historia del escarnio público quedará congelado para siempre ese segundo: la gente turbia en la terraza del bar, los chinos de la frutería, mi botín marrón alzado en el aire, con la punta metida por el asa de una bolsa del Carrefour, mi tía riendo con el pantalón del pijama debajo del abrigo.