domingo, 13 de abril de 2014

Quemando etapas.

Dentro de poco empezaré la residencia y volverán los post airados o de mis terribles ridículos vitales, lo prometo.

Pero hoy no me queda más remedio que dejar escapar mi nerviosismo por aquí.

Mañana regreso a los madriles. Esta vez, para elegir plaza.

No sé por qué una parte de mi pensaba que este día jamás llegaría. Ja.

Por un lado es la leche en escabeche, ¿No? Porque después de haberme partido el espinazo chapando por fin, por fin, eso se va a ver reflejado en un resultado práctico: elegir mi plaza.
Pero por otro, joder, qué es esto, yo no soy lo suficientemente mayor como para elegir con sabiduría, ¿Esto no lo debería hacer alguien con más cabeza, o algo? ¿O en su defecto, un sombrero parlante como el de Harry Potter? Es como volver a escoger carrera otra vez. Y todavía no estoy cien por cien segura de haber acertado al escoger medicina, ¿Cómo voy a estar segura de la especialidad, de la ciudad, del hospital?

Llevo recluida en casa casi una semana con miedo a salir, porque cada vez que salía alguien me preguntaba que qué iba a escoger y tenía que explicarle otra vez todo mi proceso de selección, y cuanto más lo repetía menos seguro me sonaba y decidí que, total, eso del aire fresco está sobrevalorado y se puede sobrevivir perfectamente dando tumbos sin rumbo por la casa. Tyrion estaba encantado de tenerme allí todo el día, rascándole la barriga como quien aprieta una bola anti estrés: ras, ras, ras, dios, ¿Y si hematología me parece un infierno?-Tyrion me da con la pata para que siga rascando-ras, ras, ras ¿Y si acabo frita de Madrid? -otra vez la pata-ras, ras...

Otra de las cuestiones con las que a mi subconsciente le encanta flagelarme es la paranoia de que se me olvide algún papel-sólo hace falta el DNI-, o no llegue a la hora, o la cosa se haga otro día distinto y yo no me haya enterado. Con los exámenes me pasaba igual. Si no he mirado la convocatoria quince veces y que el DNI estuviera en su sitio otras quince, no lo he hecho ninguna...Como si el DNI se pudiera escapar de la cartera y el ministerio de sanidad fuese a cambiar el día de repente, con el cisco que se montaría. Yo me puedo repetir eso cien veces pero mi subconsciente, que si quieres arroz, Catalina.

Qué ganas tengo de que "esté hecho" como dicen los mafiosos de las películas. Porque si resulta que es una mala decisión, no lo sabré hasta dentro de meses. Y mientras seré libre. Seré libre del peso de decidir, que en realidad es un peso cojonudo, un peso que si lo meditas te encanta llevar, pero oye, no deja de ser una vaca en brazos. Y el martes la posaré en el suelo, por fin. Después de seis años acariciando la duda y un par de meses peleándome con ella a brazo partido...hasta que mi madre me dijo: "Perr, pero si en realidad ya has decidido, no sé por qué le das tantas vueltas." Y coño, tenía razón.

Así que nada, tranquilidad. O nervios, qué más da. A esta etapa le queda poquito.

Igual voy a ver si el DNI sigue en su sitio.





jueves, 3 de abril de 2014

Wanderlust.

Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.
¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes.

Instrucciones para dar Cuerda al Reloj, Julio Cortázar.



Dicen que cada vez que se te plantea una encrucijada en la vida, surge un universo paralelo donde uno de tus yo alternativos ha tomado la elección que tú has abandonado en éste. Según esta hipótesis, existe una Perra Verde veterinaria, otra que no sabe tocar el piano, la que nunca aprendió a conducir y otra que conduce de puta madre, y, según todo parece indicar, otra que en lugar de hematología escogió, no sé, cirugía general.


Lo dice Walter Bishop.

El caso es que la Perra Verde de este universo en concreto ha decidido hacer hematología. En Madrid. Toda mi vida académica me la pasé diciendo que me quedaría en Santander, y de repente, no sé, me ha dado la locura de irme a Madrid.

A Madrid. Con su metro, sus aceras abarrotadas, sus madrileños pensando que Cantabria es su casa rural particular y su terror de ciudad enorme. Para alguien que ha vivido toda su vida en un pueblo de 400 habitantes, Madrid tiene dientes. Muchos. Dispuestos en varias hileras.
Y está lejos. En otro universo. A 4-5 horas por carretera. Me voy a ir a vivir a 5 horas por carretera de todo lo que quiero y conozco, yo, que los cuarenta minutos a Santander desde mi pueblo se me hacían una distancia intolerable.

Mi familia se queda aquí, al menos el núcleo fuerte, el de aguantarme las neuras y darme confianza en mí misma, el de la pasta y la Nordic Mist de los domingos. Mi perro, Tyrion, se queda aquí. Los piescos en verano, la playa y la montaña, el río de la Pila y la Zona de Vinos y los amigos de casi una década con los que los he recorrido cada fin de semana, se quedan aquí. Mis libros de Stephen King y mi piano. Mi cuarto lleno de motivacionales para estudiar porque no estudiaré así nunca más. La Tartana. La persona que he sido.

Los cambios siempre joden, aunque sea para mejor. No nos gusta cambiar, nos cuesta. Va en los genes buscar estabilidad, aunque el alma te pida que corras, que viajes, que vueles. Hay gente a quien esa vocecilla tocapelotas que susurra: "¡No lo hagas! ¿Estás loco?" en alguna parte inconsciente de la mente funciona al mínimo. Esa es la gente afortunada, la que parece que recorre la Tierra sin miedo a nada, comiéndose el mundo. Otros tenemos que currárnoslo más, tenemos que buscar a esa cabrona que nos hace tenerle miedo a todo, amordazarla y saltar fuera de la zona de confort aunque se desgañite detrás de la mordaza. Siempre habrá dudas sobre si se hace lo correcto, pero desde hace un tiempo prefiero guiarme por la siguiente máxima: prefiero arrepentirme de haber hecho algo, a arrepentirme de no haberlo hecho. Nunca hay que quedarse con las ganas. Que sea la Perra Verde del universo alternativo la que se pregunte eternamente "qué hubiera pasado si...", no yo.

Además, hay que hacer las cosas que dan miedo. Digo los pequeños miedos prácticos, claro. No los miedos de tengo una fobia terrible a las alturas porque eso ya entra en el terreno de que te lo trate un profesional. Me refiero a los miedos que, como a Woody Allen en Sueños de un Seductor, te convierten en espectador de la vida en lugar de actor principal. Si los miras con un poco de perspectiva te das cuenta de que no son más que gilipolleces. Si tienes la oportunidad de moverte y te quieres mover, te mueves.

Estos días he estado en Madrid intentando decidir hacia qué hospital poner el punto de mira. No tengo ni idea. Probablemente elegiré mal. Da igual. El caso es que me he dado cuenta de la suerte que tengo de poder vivir en dos mundos radicalmente distintos. Un día estoy dejándome los pies y el bolsillo en moverme por Madrid para elegir un hospital en el cual trabajar; nótese: elegir, hospital, trabajar; todo eso ya una suerte suprema, por mucho trabajo que me haya costado llegar hasta aquí, no se me escapa que la suerte también se lleva su porcentaje, porque si por ejemplo hubiera nacido en Mali, podía estar planeando cómo saltar la valla de Melilla. Pero el caso es que no sólo disfruto del privilegio de un número MIR que más o menos me va a dejar elegir el hospital, en una ciudad enorme con su vida de ciudad; dos días después estoy en Cantabria, leyendo sentada en el porche de mi casa, rodeada de verde hasta donde alcanza la vista y envuelta en el silencio de los pueblos. El silencio de los pueblos no es silencio total, sino que si aguzas el oído puedes distinguir los campanos de vacas que están tan lejos que ni las ves-el tintineo reverbera en el valle y, al no haber ruido de ninguna clase, tiene libertad para expandirse-graznidos de pájaros, el grito de alguien arengando a las vacas o a los chones...y nada de eso resulta tan estridente como un claxon ni tan intrusivo como una conversación ajena cerca de tu oído en un metro abarrotado. Es la banda sonora de mi infancia y, sobre todo, de mis horas de lectura obsesiva cuando tengo vacaciones. Y por muy lejos que me vaya siempre podré volver aquí unos días, a leer en el porche o en las escaleras, interrumpida ocasionalmente por Tyrion que quiere que le tire la pelota o por mis padres que necesitan un cubo en la huerta. Tal vez sea muy fácil decir que hay que irse cuando tengo tan a mano la retirada. Sé que siempre podré volver; pero si no me fuera, en lugar de un refugio idílico al que volver este pueblo se convertiría en la cárcel donde me encerré yo sola.

Puedo decirme a mí misma todo esto, todos estos motivos racionales, pero el caso es que no me di cuenta de que podría vivir en Madrid hasta la semana pasada, cuando a punto de entrar en la Fnac alcé la cabeza y vi un trozo del cielo del atardecer sobre Callao. Y supe que podría vivir ahí sin problemas.