Lo nuestro es un amor de película. Lo supe desde la primera vez que leí Colmillo Blanco,y también las cuatro siguientes. Lo supe cuando vi la peli de Beethoven, ese sanbernardo enorme. Lo supe cuando te trajeron a casa con un par de meses durante una comida con los amigos de mis padres y, asustado por el bullicio, escogiste mi silla para esconderte debajo.
No hablamos el mismo idioma, pero nos entendemos perfectamente. Tú sabes cuándo tengo migraña y tienes que tumbarte quietecito a mi lado, sin pedirme que te rasque, sin tirarme encima uno de tus juguetes para que nos lo disputemos, sin bañarme en lametazos siquiera.
Yo sé cuándo quieres dormir tranquilo porque te apartas de la luz y te tumbas en algún rincón a tu aire, y no te doy la brasa aunque estés recién bañado y pasarte la mano por el lomo sea igual que acariciar un peluche.
No puedes hablar conmigo, pero sabes comunicarme que tienes hambre, o que quieres salir, o que hay alguna clase de intruso. Tenemos que trabajar esta última parte, porque no sé si el intruso es una amenaza de verdad, otro perro, el vecino, los cuervos que se posan en el tendido eléctrico o el viento. Pero en realidad no importa, me encanta que tengas ese instinto de protegernos a todos. Aunque los mayores enemigos con los que te hayas medido hayan sido un sapo y un erizo de los que hemos tenido que rescatarte.
Hay un par de cosas que me molestan, claro. Supongo que hay cosas que a ti tampoco te gustan de mi. En realidad todas son culpa mía, por no haberte enseñado bien; la mayoría del tiempo eres bastante obediente, pero mi tutela ha flaqueado en algunos aspectos que intentaremos mejorar, porque nunca es tarde. No me gusta, por ejemplo, que no vengas cuando te llamo, sobre todo si empieza a anochecer, porque eres de pelo tan oscuro que no controlo en qué parte del jardín estás, y podrías encontrarte de nuevo con tu némesis, el erizo. No me gusta que hayas mordisqueado todos los muebles que estaban a tu alcance porque por alguna razón te parecieron, cuando eras cachorro, mucho más atractivos que cualquiera de los juguetes que te compré. No me gusta tu manía de robarnos los clínex del bolsillo y comértelos, porque te pueden sentar mal; de hecho no me gusta tu manía de comerte cualquier cosa que se caiga al suelo, por el mismo motivo. Y no me gusta que secuestres los trapos de cocina, nos los enseñes y luego te parapetes a rumiarlos detrás de algún sillón, haciendo falta dos personas para reducirte. ¿Cómo narices te escapas por esos huecos tan pequeños, tienes esqueleto de gato o qué? Ah, y no me gusta no poder viajar cómodamente contigo,
pero eso no es culpa tuya, sino de la gente estrecha de miras que aun no ha comprendido la bondad innata que reside en el corazón de todos los perros. Algún día viviremos en una sociedad civilizada donde no te pongan pegas para entrar en el transporte público, los hoteles o los cafés. Algún día.
Pero esas nimiedades no son nada, comparadas con todo lo que me gusta de ti.
Me gusta cómo vienes corriendo cada vez que oyes abrirse la puerta del frigorífico, o la caja del fiambre, o cuando oyes a cualquiera exclamar: "
mmm, ¡Qué rico está esto!". Me gusta tu perfecta ejecución de la croqueta, de chocar los cinco, de ponerte a dos patas, sentarte, echarte o hacer la serpiente a cambio de un premio. O cómo nos mendigas comida poniéndonos el hocico en la rodilla y dándonos tanta pena que siempre te cae algún trocito de filete, o de pan...
Lo disciplinado que eres cuando te doy la cena, mirándome pacientemente mientras la preparo y luego, como te he enseñado, sentándote tranquilo para que ponga el bol delante de ti.
Me encanta cómo duermes, las posturitas que pones. Panza arriba con las cuatro patas estiradas y la cabeza colgando del sofá, tu número estrella. Me parto de risa cuando mueves las patas como si corrieras, y sueltas un ladrido como de juguete, desde muy lejos, un mini-ladrido desde la profundidad del sueño de los perros, y me imagino que les ladras a los cuervos del jardín, corriendo de un lado a otro como si pudieras levantar el vuelo tú también y perseguirlos por los aires.
También me encantan los ruiditos medio contenidos que haces al estirarte, o cuando te tumbas, o cuando metes el hocico debajo de mi mano para que te rasque; me recuerdan a los gruñidos de los señores mayores cuando se levantan de la silla.
Y tu forma de pedir que te rasquen la tripa. Eso es de otro planeta. Cómo, estando yo sentada en el sofá, te pones a mi lado, te levantas sobre las patas traseras como si fueras un suricato y me das con las patas delanteras en el hombro, como diciendo, venga, a qué esperas, esta tripa no va a rascarse sola.
Me derrito con tu mirada de adoración. A lo mejor estamos en el salón, sin hacer nada, y alguien pasa y te acaricia distraídamente el lomo y tú vuelves la cabeza
y le miras, como si miraras a un rey, a un dios, al amor de tu vida.
Nos miras con esos ojazos castaños que parece que dicen tanto, tan atentos, tan honestos. No se puede leer otra cosa que no sea un amor simple, verdadero, en los ojos inteligentes de un perro. No hay en ellos cabida para otra cosa.
Me gusta que nos quieras y nos lo demuestres constantemente; me encanta que seas un perro cariñoso, uno de esos perros que, pese a ser juguetón y culo inquieto, es bueno haciendo compañía. Todos los perros lo son, si se les da la oportunidad. A veces me apena que haya gente en el mundo que todavía no ha descubierto el hecho de que los perros son unos compañeros formidables.
Soy muy fan de tu pelaje, negro como el carbón salvo una mancha pequeñita en la pata trasera izquierda, y una perilla blanca que tenías pero que cuando eras pequeño, te arrancaste sin querer al rumiar un hueso. Y la línea de pelitos blancos que te ha salido a todo lo largo del lomo, que sólo se distinguen al mirar de cerca.
También me parece genial cómo entierras los huesos que te gustan, y aquel juguete hecho de cordeles que tenía aroma a bacon y que desapareció, suponemos que lo enterraste también. La reputación de bufón te la ganaste aquella vez en que te dimos un hueso y, como no tenías tierra a mano, intentaste enterrarlo debajo de mi manta; cuando la levanté, pensando que lo habías hecho sin querer, repetiste la operación tapándolo mejor, esperando que debajo de la manta nadie encontrara tu hueso.
Te conozco. Sé que, como a todos los perros, te gusta más nuestra comida que la tuya -lógico-pero además sé que de todo lo que te damos, lo que más te gusta es el jamón york. Los demás podéis creerme o no, pero yo sé que a mi perro le gusta más el jamón york que, por ejemplo, el queso.
Sé qué sitio del sofá prefieres.
Sé que no te gusta que te toquen las patas, ni que te cojan en brazos.
Sé que le tienes pavor al agua, pese a ser mitad perro de aguas, que odias mojarte ya sea en el baño, en la piscina, el mar o que te salpique accidentalmente la manguera al regar.
Sé que no te gusta que nos separemos; lo sé porque cuando bajo de mi cuarto me estás esperando siempre en las escaleras, siempre, sin excepción; porque cuando vuelvo de montar en bici saltas hasta darme un lametón en la nariz, y corres a mi alrededor y hasta te subes a la mesa del porche, aun sabiendo que lo tienes prohibido; lo sé porque cada vez que arrancamos el coche para salir, te las arreglas para meterte dentro al menor descuido y sentarte en el asiento del copiloto, mirándonos como si dijeras: "
vamos, yo ya estoy, ¿No vais a arrancar o qué?"
Por eso me parte el corazón dejarte aquí, porque no comprenderás por qué tengo que marcharme, o por qué no te llevo conmigo. Sé que volveré a verte, pero nunca más será lo mismo. Nos hemos acostumbrado a estar tanto tiempo juntos... a desayunar juntos y que te comas mis migas, a jugar con la pelota, a ver la tele hasta tarde. Y si te dejo aquí es porque de esa manera, siempre habrá alguien contigo. Como mucho estarás solo un par de horas, muy de vez en cuando. Si te llevara conmigo, no podrías hacer como ahora, que cuando quieres salir te sientas frente a la puerta, te la abrimos y puedes correr por el campo, por donde quieras. Si te llevara te condenaría a una vida de correa y paseos pautados a la que no estás acostumbrado. A la soledad de esperar a que llegara del trabajo, a la claustrofobia de un piso de cuarenta metros cuadrados. Si no hubieras conocido otra existencia, serías igualmente feliz así, pero no puedo quitarte la vida de ensueño que llevas aquí; un perro con las libertades de un pueblo y las ventajas de vivir dentro de casa: el nirvana canino. No puedo llevarte conmigo porque lo mejor para ti es que te quedes, aunque me parezca imposible vivir sin ti.
Eso es amor, quien tuvo perro, lo sabe.